Japón y la “cultura del suicidio”.
Quizá a todos en algún momento de debilidad, cuando quedamos a merced del desánimo, nos inunde una nostalgia y tristeza tales que hayan permitido que un pensamiento suicida cruce fugaz por nuestra mente. Está bien, es parte de la manera en que trabajan los pensamientos y los sentimientos cuando se ven presionados y afectados.
Para muchos, el suicidio sigue siendo un tema escabroso que genera morbo, incluso se sigue estigmatizando esta conducta y las tendencias que personas sumidas en un estado depresivo pueden abrigar al respecto.
“¿Cómo es posible que se haya suicidado si no le faltaba nada?” “Pero si se le veía bastante bien, no entiendo por qué lo hizo”. Dudas y comentarios de este tipo brotan de la mente y salen por la boca de quienes intentan asimilar la pérdida de un ser querido que decidió terminar con su vida, y también de quienes solo buscan saciar su sed de rumores e historias.
Si bien Japón se ha mantenido entre los países con las mayores tasas de suicidio del mundo durante años -con alrededor de 20 mil casos anuales y una tasa por encima del 16.7 por cada 100 mil habitantes– en occidente tenemos muy arraigada la idea de que Japón es un país lleno de personas con pensamientos suicidas.
Basta con evocar el seppuku, mejor conocido de este lado como harakiri, o la historia de los pilotos kamikaze durante la Segunda Guerra Mundial, para darnos cuenta de que la cultura pop que consumimos sobre Japón, desde el anime, el cine o la literatura, nos ha hecho creer que el suicidio es pan de todos los días en la cotidianidad nipona.
Analizando esto de cerca podemos darnos cuenta de que el asunto va más allá de las cifras, ya que es plenamente identificable una diferencia significativa de la relación que los japoneses tienen con el suicidio y la muerte. Se trata de un vínculo profundo que se hunde en las creencias, ideas, tradiciones y costumbres de la cultura japonesa, razón que puede hacernos pensar en la construcción de una “cultura del suicidio”.
Aokigahara solo es uno más de los temas que refuerzan el estigma que occidente sigue teniendo sobre el suicidio y la manera en que se experimenta en otros lugares.
Aokigahara, el bosque de los suicidios.
Aunque existe el antecedente de que durante el siglo XIX las familias pobres practicaban la ubasute -un cierto tipo de eutanasia- en las inmediaciones de Aokigahara, fue en una novela romántica japonesa publicada en los sesenta cuando se hizo la primera referencia a este denso bosque como un sitio para ir a morir, donde una pareja acude para quitarse la vida con la ilusión de perdurar en la eternidad, ante la negativa de sus familias hacia su relación.
Pero fue a partir de 1993, con la publicación del Kanzen jisatsu manyuaru (Completo manual del suicidio), donde se comenzó a alimentar la idea de que Aokigahara es un lugar tranquilo e ideal para ir a ponerle fin a las vidas atribuladas. De hecho, se calcula que, junto al Golden Gate de San Francisco, Aokigahara está entre los sitios públicos donde más suicidios se han registrado.
Localizado a unos cien kilómetros del suroeste de Tokio, este bosque en la base del Monte Fuji -tras ser considerado un lugar sagrado- actualmente se ha hecho tristemente célebre porque cientos de personas acuden ahí para suicidarse, convirtiéndolo a ojos de los turistas en un lugar lúgubre y aterrador.
Muchos van y cometen suicidio, usualmente ahorcándose o con una sobredosis de drogas de prescripción, mientras las autoridades han dejado de publicar las cifras reales de suicidios registrados en ese bosque, con el fin de desincentivar cualquier ánimo suicida y tratando de quitarle el estigma por el cual muchos turistas internacionales son atraídos.
El frío, la calma y el silencio del bosque abrazan a los visitantes que llegan para adentrarse en sus profundidades. Incluso hay reportes de que quienes acuden con la primera intención de quitarse la vida pueden pasar horas caminando, reflexionando el dilema que cargan; finalmente, luego de pensarlo mejor, deciden no hacerlo.
De acuerdo con las tradiciones japonesas, cualquiera que muere debe recibir un ritual específico y apropiado para poder hacer la transición al mundo de los muertos; de lo contrario, se cree que el alma de la persona fallecida permanecerá en el plano físico de existencia.
Siguiendo la lógica de la tradición -como seguir las cuerdas colocadas a manera de sendero por todo el bosque- si alguien comete suicidio en el lugar su yurei o fantasma se quedará en el lugar, convirtiéndolo potencialmente en peligroso, ya que este fantasma buscará influir en los visitantes para que también cometan suicidio.
Por tanto, para el visitante cauteloso la infranqueable espesura del mar de árboles -donde el silencio ominoso delata que ni siquiera los animales se acercan- debe enfrentarse guiándose de cuerdas, si el objetivo es regresar con vida al punto desde el cual se partió.
Ryunosuke Agutagawa describió en su cuento “En el bosque” la historia de traición y suicidio de una pareja, en un escenario que si bien no es explícitamente Aokigahara sin duda se le parece mucho: “Ah, ese silencio, sin ruido de pájaros en el cielo de ese bosque, solo caía un último rayo del sol que desaparecía… Luego, ya no vi bambúes ni abetos, tendido en tierra fui envuelto por un denso silencio […]Ése fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar”.