El discurso de la militarización.
Sea entendida de cualquier forma, la militarización del país es un hecho. Luego de su tránsito por la Cámara de Diputados, el Senado aprobó la iniciativa presidencial para extender la militarización de la seguridad pública al menos hasta el 2028.
Desde el 2019 se había dado el visto bueno a la participación del Ejército y la Marina en las labores de seguridad pública, en lo que se conformaba la Guardia Nacional y se capacitaba a las fuerzas civiles, con un plazo hasta 2024. Ahora, este periodo de militarización de la seguridad pública se ha extendido.
Partidos políticos que anteriormente defendieron la intervención del Ejército en las labores civiles de seguridad, ahora se pronunciaron en contra de que los militares sigan en las calles. Y el partido ahora en el poder, que antes señaló al expresidente Felipe Calderón por iniciar la guerra contra el narco y sacar a los soldados de los cuarteles para vigilar las calles, ahora admite que el problema de la seguridad pública sigue siendo grave y necesita de la presencia militar.
Sabemos que el discurso político resulta nauseabundo, entre descalificaciones y oportunismos, acusaciones e insultos entre legisladores que pasan de una bancada a otra, que solo reflejan un ánimo de encono, donde cada grupo solo intenta buscar culpables para señalar y acusar.
Si bien el dictamen es puntual al señalar que la participación del Ejército en la seguridad pública será de manera “extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria”, lo cierto es que será muy difícil ver a los secretarios de Defensa y Marina rindiendo cuentas, cuando jamás se han presentado a las reuniones en comisiones del Senado.
Imaginar la militarización del país.
Escuchar que el país está militarizado podría llevarnos a imaginar la presencia permanente de soldados en las calles, patrullando con tanques, vigilando cada banqueta y cada esquina, imponiendo toques de queda y deteniendo a cualquier transeúnte sin mayor explicación que la potestad de poder hacerlo.
No solo se trata de que te imagines a “milicos” amedrentándote en la vía pública, sino que la militarización implica operaciones mucho más allá de lo evidente.
Las labores de inteligencia, la vigilancia y el espionaje sobre actores políticos y periodistas, la protección a la circulación de mercancías, la represión de focos de resistencia y el desmantelamiento de organizaciones autónomas, son solo parte de las tareas que implica una militarización profunda de la vida nacional.
Dejando de lado la imaginación, la nueva realidad que enfrenta el Ejército mexicano es la de la filtración. Guacamaya, un grupo latinoamericano de hacktivistas, reveló más de cuatro millones de correos electrónicos de la Sedena que dejan ver contratos con empresas fantasma, operaciones de espionaje a periodistas, decenas de reportes internos de abuso sexual, información presupuestal sensible y comunicaciones privadas de altos mandos militares.
Durante el sexenio en curso la presencia militar se ha extendido a tareas civiles, desde repartir libros, aplicar vacunas y construir trenes, hasta convertir a la Defensa y la Marina en administradoras de empresas estatales, como la posible línea aérea que operaría diversos aeropuertos en el sureste del país.
Con esta exposición de la inoperancia de la seguridad informática de la Sedena, y todo el poder e influencia que les está sirviendo en bandeja de plata el gobierno de la 4T, es difícil adivinar hacia dónde se moverá la credibilidad de la eficacia de las fuerzas armadas.
La credibilidad del “pueblo uniformado”.
En medio de la creciente inflación y con una posible recesión en puerta, AMLO no ha dejado de llamar “pueblo uniformado” a los efectivos de las fuerzas armadas, y casi 9 de cada 10 mexicanos siguen confiando en la credibilidad de los soldados y marinos, de acuerdo con las encuestas recientes.
Es cierto que las policías estatales y municipales son un foco de desconfianza para la ciudadanía por la corrupción y la impunidad que imperan en la impartición de justicia en el fuero civil, y la decisión de dejar fuera de los cuarteles a los soldados para cumplir con tareas que deberían corresponderle a las fuerzas civiles ha dado buenos resultados en líneas generales.
Pero basta revisar algunos expedientes recientes como los de Tlatlaya y Ayotzinapa -y ahora toda la cloaca que se destapó con la filtración de información que hizo Guacamaya-, para recordar que los casos de torturas, abusos y desapariciones son un bocado habitual entre las fauces castrenses.
El Ejército está entrenado de una manera particular, con sus propios códigos para enfrentar a enemigos en la guerra, lo que implica de alguna manera que el gobierno de la 4T nos está diciendo que el país está en guerra. Esa guerra contra el narco que tanto han renegado en llamar por su nombre.
Darle más poder al Ejército en el ámbito civil podría resultar riesgoso, y el sucesor de López Obrador en la Presidencia deberá demostrar que cuenta con el apoyo militar para asegurar la gobernabilidad del país.
Como bien ha señalado el periodista Jorge Zepeda Patterson, es muy fácil hablar desde los barrios prósperos de la CDMX, Guadalajara o Monterrey, exigiendo que los militares regresen a los cuarteles y se dé paso a una policía honesta y eficaz, cuando no somos nosotros quienes se ven obligados a dejar sus casas, ranchos y tierras a merced de las milicias criminales que controlan cada vez más territorios.
¿Sigue siendo una guerra contra el narco? ¿O quién es el enemigo contra el que apunta esta militarización?