Un «barrilete cósmico» que cobró venganza en la cancha.
Cada tantos años aparece algún crack dentro del fútbol. Pero El Diego era otra cosa. Un “barrilete cósmico” que se movía con destreza y soltura sobre el campo, humillando a cuanto defensa se cruzara en su camino hacia el gol, tal como quedó inmortalizado con la hazaña en el Estadio Azteca durante el mítico juego de cuartos de final contra Inglaterra, en 1986.
Fue la consagración del camino de un pibe humilde que comenzó en los potreros de Villa Fiorito, hasta que levantó la copa en el Azteca. Pero no se trataba solo de fútbol, porque Maradona sabía lo importante que era ganarle a Inglaterra, lo necesario que era recobrar el orgullo de toda una nación futbolera que estaba herida a causa de la Guerra de las Malvinas, ocurrida cuatro años antes y donde los ingleses arrebataron parte del territorio argentino.
Como nunca, un juego de fútbol cobró una trascendencia que difícilmente podrá tener algún otro evento deportivo, porque eran dos países que venían de un conflicto serio y que habían roto sus relaciones diplomáticas. En la cancha se jugaba con la pelota en medio de una coyuntura política irrepetible.
De ahí la importancia de la hazaña del Diego, que además de echarse el equipo al hombro, llevaba consigo a todo un país, a toda Latinoamérica e incluso a países como Bangladesh, que también padecieron atropellos de la Corona Inglesa durante la ocupación, y que guardaban también rencor y vieron en la eliminación de Inglaterra una venganza de los oprimidos.
Nadie jamás le ha podido quitar una mano a Dios para poder anotar y, con ese dejo de fanfarronería y orgullo, ganar una copa del mundo, y es probable que una hazaña semejante no vuelva a repetirse en la historia del deporte.
[rml_read_more]Ningún otro prodigio del balompié alcanzará el culto que existe por Maradona; ni Pelé con sus miles de goles, ni Messi con tantos torneos ganados, ninguno por mejor jugador que sea. Por eso, cientos de miles de hinchas conmocionados le dieron la despedida en La Bombonera, en pleno barrio de La Boca, en Buenos Aires, al son de los cantos de «dale, Diego, Diego de mi vida, vos sos la alegría de mi corazón».
El legado revolucionario de “El Diez”.
Más allá de sus habilidades deportivas, Maradona tuvo un impacto muy potente fuera de las canchas, convirtiéndose en un ídolo de la cultura popular argentina y latinoamericana. Fue un referente de rebeldía, defendiendo siempre a los más humildes y señalando los vicios de la industria deportiva internacional.
Su estilo polémico, sus escándalos personales, sus adicciones y hábitos antideportivos, lo encumbraron en una figura real, muy cercana, con la cual la fanaticada podía identificarse y sentir que existía una conexión verdadera con el ídolo. Para muchos fue una persona congruente con sus ideales, a pesar de su manera “poco ortodoxa” de manejarse.
El propio Eduardo Galeano señaló sus contradicciones y su trascendencia, calificándolo como un “dios sucio y pecador, el más humano de los dioses”. Precisamente porque parecía ser un compendio de las debilidades de los hombres, “siendo un borrachín, mujeriego, tragón, tramposo, mentiroso, fanfarrón e irresponsable”; pero justo por esas cualidades logró conectar con la gente, que no dudó en reflejarse en él y alabarlo.
Su amistad con líderes de los gobiernos de izquierda, como Fidel Castro y Hugo Chávez, lo encumbraron como un referente de la cultura socialista en toda Latinoamérica, y se dijo que no solo pateaba las pelotas en el campo, sino que también se las pateaba al poder.
Los críticos de su legado tendrán la libertad de seguir diciendo que El Diego solo fue un tramposo que jugó al fútbol estando dopado, que no respetaba los contratos que firmaba y que insultó a muchos jugadores, al tiempo que se paseaba con dictadores; lo cierto es que la hinchada seguirá religiosamente su espíritu y lo recordará a pesar de todas las equivocaciones, las que él mismo jamás negó.
Finalmente, los ídolos son de barro. Algunos los cuidan en sus vitrinas y altares, les prenden veladoras y les depositan la devoción de una vida, cuando otros simplemente los desechan en cuanto les ven la primera grieta.
Estas son las últimas líneas que le podemos ofrendar al Diez.