El antecedente inmediato.
Desde octubre de 2019 se recrudecieron las denuncias contra el modelo económico chileno, tan desigual y alabado por las élites internacionales, en medio de manifestaciones que tomaron las calles por asalto, donde atestiguamos actos de vandalismo, violencia y abuso policial contra civiles.
Por aquellos días, el arrojo de un grupo de chicas que se brincaron los torniquetes del metro en Santiago, ante el encarecimiento de las tarifas, quedó marcado como el precedente de lo que se ha vivido en las últimas semanas. Más allá de la escena simbólica y poderosa de las pibas plantándole cara a los pacos mientras se saltaban la entrada al metro, el pueblo chileno viene arrastrando una afrenta sistematizada contra su propia dignidad.
Con problemas como la privatización de la educación y el endeudamiento obligado para acceder a la educación y después deslomarse trabajando para pagar esa deuda; pensiones privatizadas que reducen la calidad de vida de los jubilados, que solamente ven cómo sus líderes especulan con el fruto de sus desvelos; un sistema de salud privatizado que ha provocado miles de muertes en las salas de espera de los hospitales; simplemente es una situación insostenible.
Se trata del claro reflejo de la fealdad humanoide que tiene el neoliberalismo rancio y putrefacto, que se ha ensañado de manera cruenta con Chile, convirtiéndolo en una nación macroeconómicamente próspera, pero al mismo tiempo profundamente desigual.
El “apruebo” contra la ley pinochetista.
Mediante la movilización y presión social en las calles, los chilenos han conseguido echar abajo la constitución heredada por la dictadura de Augusto Pinochet que ha estado vigente desde 1980, considerada una herencia ilegítima de un régimen que sigue causando división en el país, y que dejó más de 3 mil muertos y unas 40 mil víctimas de violencia política.
Con este triunfo se activa un referéndum para que se redacte una nueva carta magna para el país que, si bien no es una solución mágica, por el momento sabe a una victoria con justicia, y es así como millones de chilenos perciben esta nueva etapa. Fue algo prometido desde 2009, siendo la expresidenta Michelle Bachelet quien puso en las demandas sociales la necesidad de una nueva ley nacional.
La gente tiene años exigiendo una reforma al sistema de pensiones, derechos indígenas y ambientales, un acceso más justo a la salud y a la educación; es decir, un gran contraste con la constitución actual, que favorece a los intereses privados por encima de los del estado, incluso en los bienes sociales y servicios más básicos.
El siguiente paso será en abril de 2021, cuando se elija la Convención Constituyente mediante el voto popular y respetando una paridad de género. Este órgano constituyente tendrá a partir de entonces un año para darle una nueva ley a los chilenos.
La aparente legitimidad del “apruebo”, que tuvo más de 78% de votos a favor, se da en medio de una creciente desconfianza en las figuras políticas, empezando con las fuertes críticas contra el actual mandatario, Sebastián Piñera, la desconfianza en una izquierda radical representada por el Frente Amplio y el Partido Comunista, una derecha conservadora que se niega a evolucionar, y muchos sectores que piden una conciliación que permita mayor economía social de mercado, prosperidad y derechos para todos.
La dificultad de la hoja en blanco.
Ahora, los chilenos tienen una hoja en blanco enfrente para definir su futuro, y es necesario que en ella se dibujen los dolores padecidos por generaciones enteras con las que el estado está en deuda, en dirección a ese nuevo futuro.
Si bien para algunos sectores es una victoria contundente, es cierto lo que muchos analistas han señalado, respecto a que este “apruebo” sabe más a una salida institucional a la crisis social que arrastra el país, y que sólo podía ser interrumpida de esta manera. La representatividad de los chilenos en esta Convención Constituyente será clave, ya que su credibilidad será puesta a prueba, ante el descontento de la población con sus élites gobernantes.
Porque lo que reclaman la mayoría de los chilenos es una vida más justa y digna, no una nueva constitución, y muchos ven esta oportunidad solamente como una salida política y diplomática para disfrazar los problemas sociales más profundos.
Aún bajo estas circunstancias, se trata de una lección histórica monumental la que nos está dando Chile a toda Latinoamérica.
Un recordatorio para las cúpulas de que por más presión que se meta al pueblo, por más abusos, aumentos y restricciones, la esperanza prevalece; a pesar del dolor y de la impotencia, el ímpetu de humanidad jamás será arrasado por ningún sistema. Un llamado a derribar las brechas entre derechas e izquierdas, patriotas, progresistas o feministas.
Porque al final, toda postura es insostenible si no existe primero la dignidad.