La reforma inoportuna.
La principal capacidad de un estado consiste en tener el poder para administrar la violencia y el control sobre un territorio, es un fundamento básico de su existencia. Así, los mecanismos de control se extienden a todas las esferas de la vida nacional.
Vale que recuerdes esto para que entiendas lo que está pasando en Colombia, donde se intentó adoptar la aprobación de una propuesta de reforma fiscal como mecanismo de control, en un país con un déficit presupuestario tremendo y un agujero fiscal de 94 billones de pesos colombianos, de los cuales al menos 90 billones los ha drenado la corrupción. Esto parte de la lógica de que la única manera en que el estado puede generar dinero es gravando a las clases trabajadoras y empresariales.
Este fue el caso de la preocupante situación económica en el país sudamericano, donde el gobierno se endeudó para hacer frente a la crisis por la pandemia, incrementando la deuda pública, planteando una Ley de Solidaridad Sostenible; es decir, esta reforma tributaria, que busca recaudar al menos 23 billones de pesos colombianos -unos 6 mil 300 millones de dólares- para ampliar la base de recaudación y evitar que la deuda soberana pierda más puntos ante las calificadoras internacionales.
Pero ¿de dónde se va a sacar todo ese dinero? El grueso de la población colombiana, como en tantos países latinoamericanos, vive al día, sobreviviendo con empleos informales. El ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, explicó que el 73% de la recaudación será de las “personas naturales” y el resto de las empresas; incluso se habló de la aplicación progresiva de un impuesto a la renta a personas que ganen más de 663 dólares al mes, en un país donde el salario mínimo es de 234 dólares.
A pesar de que el gobierno de Iván Duque advierte que las reformas son necesarias, el problema de esta reforma tributaria es su timing, en medio de una pandemia que restringió las actividades económicas.
Muchos ven esta reforma como el último clavo en el ataúd de la clase media colombiana, confirmando que el modelo neoliberal es el mayor mecanismo de transferencia de riqueza; esto significa un despojo paulatino de los pobres para darlo todo a los grandes capitales, desapareciendo así la clase media y obligando al estado a endeudarse más para pagar sus obligaciones internacionales.
Con 9 millones de nuevos pobres y una economía estancada, a la clase política colombiana le pareció buena idea subir los impuestos. A pesar de que durante la pandemia el sector formal de la economía de ese país creció 3%, mientras el sector financiero creció 30%, y que se observa claramente un enriquecimiento del poder financiero frente al empobrecimiento de las clases medias y bajas, el gobierno busca insistir en gravar a los trabajadores, incluso en los servicios funerarios, algo tan simbólico en medio de una pandemia. Esa es la descripción clara del funcionamiento del necrocapitalismo.
La movilización de la fuerza ciudadana.
No se puede permitir en estas condiciones una reforma tributaria para cobrarle más a los pobres, y era de esperarse que el 90% de la población reaccionara en contra de este trato injusto, donde no se explica cómo se le va a cobrar más a un sector que solo creció 3% mientras al sector financiero, que creció 30%, no se le está cobrando nada y que además cuenta con miles de mecanismos para darle la vuelta a cualquier sanción.
Los modelos económicos y de gobernanza en América Latina no han funcionado para las mayorías, y las grietas que muestran cada uno ya no pueden esconderse por más tiempo. Es hora de participar en la vida política de los países latinoamericanos, donde cada vez se está banalizando más la pérdida de vidas, convertidas en gráficas e índices, en una sociedad en donde la única lógica que se acepta es la productividad.
Ante las protestas sociales que comenzaron desde los últimos días de abril, el gobierno colombiano tomó la decisión de sacar al ejército a las calles para frenar esta ola, en una medida considerada por los manifestantes como un indicio de militarización, en un país con una historia reciente de narcoterrorismo e intervención de organismos internacionales en la soberanía nacional.
Si bien las protestas han sido pacíficas en su mayoría, se han detectado grupos radicales que han recurrido al vandalismo y el ataque a las instituciones, que han servido para que el gobierno justifique la presencia militar en las ciudades. Tanto la ONU como la UE condenaron el uso excesivo de la fuerza en contra de los manifestantes que tomaron las calles de las principales ciudades colombianas, luego de jornadas de protestas contra la reforma tributaria que ha dejado al menos 20 muertos y más de 800 heridos.
A pesar de que el presidente Iván Duque anunció que la reforma tributaria fue retirada, ha insistido en la necesidad de que Colombia se someta a un programa reformista, mientras el ímpetu de las movilizaciones se desbordó más allá de la reforma tributaria y de la renuncia del Ministro de Hacienda, multiplicando las condenas en contra de una clase política que no ha conocido otro proceder salvo el de incurrir en la corrupción.
El reclamo va más allá de esta reforma, porque el descontento social se ha dejado sentir desde las protestas de finales de 2019, cuando se cuestionó el modelo económico del país, así como los procesos de paz entre el gobierno y las FARC. El desempleo ha alcanzado a más del 20% de la población en muchas ciudades, y a esto se suma el reclamo por el retraso en la campaña de vacunación contra el Covid-19, un proceso que no ha sido transparente y ha dejado en evidencia una actuación torpe y opaca por parte de las autoridades.
La permanencia del paro nacional pone en evidencia que Colombia está metida en una nueva crisis, donde el gobierno busca empoderar su estructura con un conjunto de reformas que atentan contra la fuerza de los ciudadanos organizados.